La conmemoración del 12 de octubre siempre ha sido polémica, porque nos obliga a encarar la complejidad de nuestra formación histórica. A lo largo de nuestra historia republicana, pronta a cumplir 200 años, el significado de esta fecha ha sido continuamente reinterpretado desde el poder y desde el contrapoder.
Para empezar, la denominación misma de aquello que es “nuestro”, del “nosotros” desde el cual hablamos o escribimos, ya implica adentrarnos en el conflicto. Nuestra América, Iberoamérica, Hispanoamérica, Latinoamérica, América… cualquier denominación identitaria que usemos es una ventana para desatar Orinocos o Amazonas de tinta, Andes de grafito, selvas convertidas en papel, montones de neuronas dedicadas a poner en duda, explicar, justificar o condenar dicho nombre.
Cada una de estas denominaciones es una expresión de poder, la génesis del mismo concepto de América Latina está vinculada con un tardío imperialismo francés trasatlántico. La Indoamérica de Víctor Raúl Haya de la Torre y Nuestra América de José Martí representan las denominaciones construidas desde la crítica a la herencia hispana y desde una reivindicación a un “nosotros” confrontado con un “otro” ibérico; han sido las denominaciones con menos éxito.
Es que el 12 de octubre nos enfrenta a la relación histórica entre el Viejo y el Nuevo Mundo, entre la Europa y las Américas. Este año esta conmemoración puede asumir un significado particular, ya que coincide con los prolegómenos de la celebración del Bicentenario del proceso de Independencia (1810–2010). La reflexión sobre ambas fechas implica intentar comprender como tres siglos de distancia temporal que separan el inicio de la conquista castellana, española, ibérica y europea de los procesos de independencia, el denominado período colonial, es clave para entender la formación de nuestras sociedades.
El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro señalaba, en Las Américas y la Civilización que en nuestro hemisferio podemos identificar tres tipos de pueblos, provenientes de tres tipos de historias distintas, pero todas desatadas por la expansión europea. Primero, los pueblos testimonio, como el grueso de la sociedad mexicana, peruana, boliviana, guatemalteca, cuyo peso demográfico nos habla de diversas culturas prehispánicas, como evidencia viva de una civilización que fue desgarrada y truncada. Segundo, los pueblos transplantados, como Estados Unidos, Chile y Argentina, formados fundamentalmente por población europea colocada en territorios vaciados de presencia indígena. En tercer y último término, los pueblos nuevos, cuya formación se caracteriza por el mestizaje y la hibridación cultural, donde se funden desigualmente, población europea, indígena y africana, en una amalgama novísima.
En todos los casos fue la expansión europea desencadenante de nuestra construcción histórica. Las sociedades americanas se formaron durante los tres siglos que separan la conquista de la independencia, aspecto difícil de encarar para la elite criolla que definió los parámetros de los proyectos republicanos en el siglo XIX. Construir la nación en América implicó definir una otredad enemiga. La afirmación nacional implicó la negación de España, mientras se constituían en América unos Estados Nacionales, Repúblicas Liberales, en búsqueda de su propia inserción en un sistema mundial en expansión comercial e industrial.
Entonces, la primera lectura de nuestro vínculo con España fue la negación, la otredad adversaria, la noción de progreso era huir del legado hispano colonial. A fines del siglo XIX un cambio en la geopolítica del Caribe nos permite repensar nuestro vínculo con España. En 1898 Estados Unidos expulsa a España de Cuba y Puerto Rico, así como de Filipinas en el lejano Pacífico. El fin del Imperio español coincide con la expansión caribeña de Estados Unidos. Obras como Ariel de José Enrique Rodó le dan una nueva valoración positiva al legado hispano. La herencia española es reivindicada por sectores conservadores, en confrontación con la creciente presencia de estadounidenses y británicos.
A lo largo del siglo XX distintos autores reevaluaron nuestra relación histórico cultural con España. Tras escapar de la Guerra Civil y del oscurantismo franquista, la presencia creciente de la intelectualidad hispana en el continente americano, en fructífero diálogo con nuestro mundo académico, intelectual, artístico y político, le otorgó nuevas texturas a este vínculo.
No es sencillo colocarle nombre a la fecha. La tradicional denominación “Descubrimiento de América” ha recibido fuertes críticas, dado su carácter evidentemente eurocéntrico (Descubiertos / descubridores). El “Día de la Raza” corresponde a una de las denominaciones más infelices, al usar un término cargado ideológicamente de racismo (aunque Vasconcelos reivindique la raza cósmica). El “Encuentro de dos mundos” fue un eufemismo interesante construido alrededor de la celebración del V Centenario, que significaba una nueva vinculación entre un continente americano en proceso de democratización y un continente europeo en proceso de unificación.
El día de la “Resistencia Indígena” también es una denominación infeliz, porque actúa como espejo de los vicios del eurocentrismo, un espejo que distorsiona hasta tornar incomprensible la complejidad que somos. Parte de la idea de que “somos indígenas” que “fuimos conquistados”, y a principios del siglo XIX “logramos independizarnos”; lo que representa una simplificación abusiva.
El 12 de octubre de 1492 la expansión atlántica europea se topó con una masa continental habitada por una inmensa diversidad de pueblos, culturas relativamente desconectadas, dispersas a lo largo de una inmensa geografía. Se inició un proceso de conquista que convirtió esta diversidad en una unidad imperial. El proceso de conquista del continente, así como la expansión europea sobre Asia, África y Oceanía durante los siglos posteriores, lograron hacer de diversos mundos un mundo, la creación de un sistema mundial, cuyo centro es Europa hasta 1914. Negar la complejidad de esta historia es no comprender lo que somos.
Es difícil aceptar que somos parte de Occidente, una parte distinta de Europa, pero que surgió a partir del proceso europeo de expansión atlántica. La dificultad estriba en reconocer que somos fruto de un encuentro humano conflictivo, no “nos conquistaron”, ni mucho menos “conquistamos un Nuevo Mundo”, sino que nuestras sociedades, aquello que somos, es producto de una conquista brutal, de una fusión, un mestizaje, una hibridación cultural que tuvo en la violencia uno de sus aspectos más relevantes, pero no el único, siendo también un proceso de construcción cultural, de expansión urbana, de integración, de construcción de saberes, de códigos comunes. Somos fruto de una historia común, que se tornó común en medio de la complejidad de este encuentro.
Ahora que estamos a la puerta de la celebración de los 200 años de las independencias, debemos propiciar una comprensión integral del proceso histórico del cual formamos parte, lo que implica entender la complejidad de nuestra relación histórica con la cultura hispana. Comprender la relación entre 1492 y 1810, y la construcción de esa comprensión debe hacerse en comunicación, en diálogo, entre las Américas, España, Europa, África…, todos los mundos, un mundo.
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