El sábado 22 de agosto nos tocó resistir a cuatro embestidas de la Policía Metropolitana, bombas lacrimógenas y perdigones mediante, secundada por el apoyo de la Guardia Nacional. Nos encontrábamos luchando por una educación democrática, que sea verdaderamente liberadora para todos, garantizando la libre discusión de las ideas y el pluralismo.
Tras el éxito, luego de extraordinario esfuerzo, de la huelga de hambre realizada por los jóvenes en varias ciudades de Venezuela contra la persecución política, donde denunciaban la existencia del presidio político en nuestro país, exigían la liberación de Julio Rivas, solicitaban el pronunciamiento de la OEA y la entrada de la CIDH para observar la violación cotidiana de los Derechos Humanos en Venezuela, hoy volveremos a marchar en las calles de Caracas.
Durante las últimas semanas nos ha tocado salir también en defensa de la libertad de expresión, y de su expresión gemela, la libertad de prensa, en contra de las pretensiones del poder, que pretende controlar la expresión diversa y autónoma de una sociedad, para implantar una hegemonía, una voz única, la voz del poder, en la mente de los venezolanos.
Nos encontramos defendiendo las potestades de Alcaldías y Gobernaciones, en defensa de la descentralización, contra el proceso de centralización militarista que se desarrolla desde Miraflores. Los obreros organizados en los sindicatos salen a la calle en defensa de la autonomía del movimiento sindical y por la vigencia de sus legítimos derechos laborales. Los frentes de lucha se han venido diversificando.
¿Qué nos une en la lucha? ¿Qué nos permite decir que la defensa de la educación democrática, de la libertad de prensa y de los derechos de los trabajadores es parte integral de una misma lucha? ¿Qué bandera cubre tanto al obrero de Lagunillas, o el de Puerto Ordaz, como al padre y representante de Barquisimeto o Barcelona, así como al periodista de Maracaibo o de la Cadena Capriles en Caracas?
Durante la mayor parte de nuestra historia la humanidad ha vivido sometida a diversas formas de autoritarismo, desde los antiguos imperios teocráticos hasta los modernos totalitarismos del siglo XX, han sido múltiples las formas de opresión que han sufrido hombres y mujeres. Esta larga tradición autoritaria ha dejado profundas huellas en la mentalidad social, a pesar de lo que los demócratas quisiéramos creer el autoritarismo goza de una paradójica popularidad, cual masoquismo social, hay sectores que apelan recurrentemente al llamado al jefe, a la imposición de la autoridad férrea y dura.
La idea democrática, y sus correlatos, la defensa de la libertad individual, de la autonomía intelectual, ha tenido un camino mucho más irregular. Los acercamientos a la democracia han sido efímeros riachuelos en medio de océanos de autoritarismo, el siglo V ateniense fue apenas un soplo temporal, la República romana sucumbió en medio de sus propias contradicciones, derivando en Imperio, las repúblicas italianas de fines del medioevo, que solo con mucho esfuerzo podríamos vincular con la idea democrática, duraron muy pocos años. La construcción del moderno Estado nacional se realizó sobre diversas formas de autoritarismo que hicieron posible la centralización del poder.
No es sino a fines del siglo XVIII que la idea de la libertad humana, individual, crítica, rebelde, emergió nuevamente con fuerza. La Constitución americana de 1787, y la francesa de 1791 representaron importantes rupturas al reivindicar la noción del ciudadano. La descolonización del continente americano dejó tras de sí un conjunto de constituciones republicanas, empezando por la venezolana de 1811, que llevaban a un nuevo nivel la construcción de la ciudadanía liberal, la gran lucha del siglo XIX latinoamericano. La noción misma de República lleva dentro de sí la reivindicación de la ciudadanía, la lucha por la vigencia de las libertades ciudadanas decimonónicas condujo a la lucha por la democracia durante el siglo XX.
Así como el siglo XIX fue el siglo del proyecto liberal, el siglo XX fue el siglo de las luchas democráticas. La aparición de los partidos políticos modernos, de la mano de las tradiciones socialistas, socialdemócratas, socialcristianas, entre otras, del movimiento sindical, de las organizaciones obreras y campesinas, tuvo como rasgo común la convicción de que la lucha por las libertades democráticas era también, simultáneamente, la lucha por una mayor justicia social. Ese es el legado que nos toca defender, el testigo que recibimos y que hemos de entregar a las generaciones futuras.
En América Latina las luchas por la democracia han tenido que enfrentarse al recurrente retorno del autoritarismo, escondido tras la imagen de un caudillo, tras la retórica de un líder mesiánico, a detrás de un uniforme militar.
Venezuela no ha escapado de esta lucha permanente, apenas en 1947 el pueblo recuperó la soberanía que le había sido secuestrada desde los inicios de la República, el experimento democrático apenas duró un trienio, pero, tras una nueva década de dominio militar, volvió a ser recuperada la democracia en 1958. Entre la década de los sesenta y los ochenta la democracia venezolana parecía gozar de una buena salud institucional, con mejoras en los indicadores económicos, políticos y sociales.
Pero la crisis del modelo económico, evidente en 1983, fue arrastrando la institucionalidad democrática, llevando al resurgimiento del instinto autoritario en 1998. A partir de 1999 la sociedad venezolana ha vivido el último asedio contra la cultura democrática, un ataque dirigido desde la Presidencia de la República, para construir una nueva hegemonía política, de carácter marcadamente autoritaria y personalista.
La lucha entre el antiguo instinto autoritario y la moderna cultura democrática es permanente, lleva un largo trecho recorrido, y no es fácilmente resoluble. Este es el conflicto que estamos protagonizando, somos depositarios de un antiguo legado, de reivindicaciones de la libertad y de la autonomía humana, así como de luchas por una sociedad más justa. No estamos solos, nos acompañan generaciones de luchadores, y somos responsables del legado que hemos de entregar a nuestros hijos y nietos.
La próxima vez que le toque respirar gas lacrimógeno, correr delante de la persecución del poder, responder a la arbitrariedad del autoritarismo, hágalo con orgullo, está administrando con hidalguía este legado libertario y justo.
[Nueva versión de artículo publicado en el "Correo del Caroní" en septiembre de 2009]
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