Se celebran dos décadas de una verdadera primavera de los pueblos, la caída del Muro de Berlín, proceso de liberación que trajo consigo la democratización de Europa Oriental y una inmensa expansión del capitalismo hacia el este.
Quedan pocos restos de los regímenes comunistas de planificación centralizada y partido único. En Asia apenas Corea del Norte, que invierte sus recursos en armamento nuclear mientras somete a su sociedad al empobrecimiento y la opresión.
China y Vietnam evolucionaron hacia nuevas formas de autoritarismo, sobre los que se coloca un manto global de hipocresía, que obvia la violación de DDHH y la inexistencia de libertades políticas tras la justificación de su liberalización comercial y la expansión de sus exportaciones de bajo costo.
La lucha entre la reciente cultura democrática y el antiguo legado autoritario marca a los estados herederos de la hegemonía soviética. Luego de que la transformación económica no generara la prosperidad a la velocidad esperada, la emergencia de nuevos autoritarismos y la tensión entre la Unión Europea , EEUU y Rusia sobre la región determinan su dinámica política.
En nuestro continente yace otro resto de esa antigua esperanza, convertida en pesadilla: Cuba. Ante el malecón de La Habana se despliega un inmenso muro, levantado por la obsesión de poder de Uno, la tozudez de otros y sostenido con la hipocresía indolente de muchos.
El fracaso de la Revolución Cubana es total y rotundo, no puede mostrar una industrialización que haya modificado su estructura económica y sus “méritos sociales” han sido superados por otros países latinoamericanos sin aniquilar las libertades. La Revolución , presentada como esperanza en 1959, ha devenido en el régimen despótico más longevo del continente.
Aunque Latinoamérica se democratizó entre 1979 y 1991, la ola se detuvo ante La Habana por diversas razones. La confrontación estadounidense le permitió a la Revolución cubrirse con el manto del nacionalismo cubano, convirtiendo el embargo comercial en excusa para evadir su fracaso.
Parte de la responsabilidad recae sobre Latinoamérica. En los ochenta cada nueva democracia incrementaba la presión sobre las dictaduras restantes, convirtiendo la democratización en un proyecto de liberación continental. Aunque Felipe González y Carlos Andrés Pérez presionaron infructuosamente a Castro para iniciar una apertura democrática en Cuba, esta presión apenas fue perceptible en La Habana.
Un manto cubrió el carácter despótico del régimen cubano. La violación de DDHH y la inexistencia del más mínimo atisbo de pluralismo se señalaba a media voz, mientras se recurría a una supuesta dignidad por confrontar a EEUU o a sus “avances sociales” como disculpa para su opresión interna.
Esa hipocresía organizada preservó el museo histórico de la Revolución Cubana. Desde esa referencia idealizada se generó una nueva arremetida autoritaria, disfrazada de ropaje revolucionario, dedicada a minar las frágiles bases de las jóvenes democracias. Hoy se requiere un nuevo compromiso latinoamericano con la democratización de Cuba, porque si la democracia ha de sostenerse no se puede detener ante el malecón de La Habana.
[Artículo originalmente publicado en el Semanario "Enfoque Complejo"]
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