La muerte de Robert James “Bobby” Fischer me tomó por sorpresa. Una muy ingrata sorpresa. En mi adolescencia me acerqué al ajedrez con avidez. Recién saliendo del colegio, con rumbo el Gustavo Herrera, formamos un interesante grupo de amigos que intercambiaba partidas, practicaba aperturas, participaba en torneos, y conversaba sobre todo lo que acontecía sobre los escaques dominados por Caissa.
Entre los vetustos libros de Ludek Pachman, el seguimiento de las partidas de los recurrentes duelos entre Karpov y Kasparov, las reuniones los viernes y sábados en la Casa de la Cultura de Chacao, la participación en las copas Cotécnica, en las Naciones Unidas, llegamos a jugar, formando equipos, con distinta suerte, en los diversos torneos de la Academia Capablanca y, en menor medida, en la Hermandad Gallega.
Bobby Fischer formaba parte de ese universo, no sólo estudiábamos sus partidas sino que recorrimos admirados la biografía de su ascenso al estrellato del ajedrez. Sus comienzos como niño prodigio, su enfrentamiento recurrente contra los grandes maestros soviéticos, el muchacho de Portoroz, de Mar del Plata. La manera como derrotó a otra gran estrella, a Miguel Tal, en su ascenso a la cúspide. Entre mis viejos libros de ajedrez contaba con una biografía de Fischer, con una recopilación de sus mejores partidas, incluyendo la totalidad del Match por el Campeonato Mundial de 1972 contra Spassky, realizado en Reykjavík, Islandia. Jamás hubiera sabido el nombre de la capital de Islandia si no hubiera sido por ese eterno muchacho excéntrico que colocó al ajedrez en la palestra central de la Guerra Fría.
Hace poco tiempo encontré, entre los anaqueles de una librería, la obra de Edmonds y Eidinow “Bobby Fischer se fue a la guerra (el duelo de ajedrez más famoso de la historia)”. No pude dejar de adquirirlo, y leerlo con verdadera pasión. Lo incorporé, junto con los libros de Morán y Gligoric sobre los campeonatos mundiales, los libros de aperturas de Ludek, un análisis precioso de David Bronstein sobre un torneo de candidatos, mi colección de viejas revistas de ajedrez, entre otros, en mi biblioteca personal. Hace más de una década que dejé de participar en los torneos de ajedrez, mi incorporación a la universidad, la desaparición de la Capablanca, fueron hechos que me fueron alejando de lo que llegó a ser una de mis pasiones adolescentes.
El ajedrez se hizo un fenómeno masivo gracias a la labor excéntricamente genial de Bobby. Por mi estilo de juego siempre fui más cercano al carácter de un Karpov que a la ofensiva de un Kasparov, y siempre extrañé no haber visto jamás una partida entre Bobby y Anatoly. Pero siempre despertó gran admiración en mí este eterno muchacho malcriado.
Gracias a Bobby conocí al excéntrico Wilhelm Steinitz, quien terminó retando al mismo creador a una partida con ventaja, a Tarrash, su autoridad, a Lasker, al genial cubano José Raúl Capablanca, a Alexander Alekhine (que preciosas partidas las de 1921), a Euwe, a Botvinnik, a Smyslov, al alucinante cometa de Miguel Tal, a la mole de Petrosian, a Boris Spasski, a Víktor Korchnoi. Posteriormente llegamos a la época de las dos K, los duelos Karpov–Kasparov en Sevilla, en Nueva York, lo que nos permitía también seguir las partidas de nuevas estrellas como Gelfand, Short, Anand, Kramnik, a las hermanas Polgar, mientras el fantasma del desaparecido Bobby Fischer era extrañado y remembrado.
En 1992 seguimos con atención el sorpresivo retorno, el inicio de la caída. El nuevo Match Fischer–Spasski nos mostró lo que sospechábamos, el alejamiento de la competición activa había hecho mella en el ajedrez de Fischer. Demasiada ausencia. Pero rastros de su genialidad empezaron a emerger en su juego. Otra cosa se hacía cada vez más evidente, y fue tomando el control de allí en adelante. Las excentricidades del muchacho se convertían en desvaríos del adulto fuera del tablero. Mientras se encontrara dentro de sus 64 escaques era un genio, pero nunca pudo convivir por completo con el resto de la humanidad. La lejanía le había afectado más de lo esperado.
Conocí el ajedrez gracias a mi padre, quien me lo enseñó siendo yo aún muy niño, pero mi pasión por el juego estuvo siempre ligada a la figura de Bobby Fischer, quien fue uno de mis héroes de adolescencia. Ha muerto a los 64 años, como corresponde al universo de los 64 escaques, universo en que era genialmente lúcido, donde se desenvolvía tan arrollador como encantador. Muchos jugadores, desde Grandes Maestros hasta aficionados de club, extrañaremos no tener la oportunidad de jugar una partida con Robert James “Bobby” Fischer. QEPD
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