Hace unos días un periodista me hizo, no por primera vez, una de las preguntas más frecuentes que le hacen a los historiadores, “¿la historia la escriben los vencedores?” En su momento contesté un “depende” para salir del paso, pero lo que estamos viendo el día de hoy me obliga a replantearme, y complicar, la respuesta.
Al empezar las clases siempre trato de mostrar a mis alumnos la importancia que tiene la conciencia histórica en nuestra vida cotidiana, ya que la manera en que nos contamos nuestra historia marcará profundamente las acciones que estaremos dispuestos a asumir en el futuro. Generalmente uso como ejemplo la presentación personal que hacemos a quien queremos conocer, preguntamos sobre su vida, sus querencias, su pasado, su historia. En ese contraste de historias personales empiezan a desarrollarse las relaciones. Esta referencia personalísima nos lleva a la reflexión sobre la conciencia histórica de las sociedades, y a la relación que existe entre la historiografía y el poder.
Sólo para reflexionar a partir de la historia moderna, desde la creación de las Estados Nacionales, la Historia ha funcionado como parte central del discurso del poder, una justificación base del poder mismo, una legitimación. La invención de tradiciones “nacionales”, la invención misma de la nación, como un todo homogéneo, sobre una realidad siempre diversa, ha echado mano de la historiografía como cemento aglutinador. Una nación definida como una comunidad histórica, de pasado–presente–futuro, apela a la historia, a la tradición, inventada, recreada, como discurso de legitimación del poder. De esta manera aparece la “historia oficial”, la historiografía nacional y nacionalista. El discurso del pasado al servicio de los nacionalismos. En este sentido, la historia aparece escrita no sólo por los vencedores, sino para justificar y darle sentido a “la victoria”. Esa historia funciona como un cemento aglutinador de lo diverso, como justificador y legitimador del poder, es el discurso del poder.
En el caso venezolano no es la primera vez que vemos el discurso histórico como discurso del poder. Desde el nacimiento de la historiografía nacionalista, pero sobretodo con el nacimiento del discurso bolivariano, acentuado como discurso de poder en las celebraciones del Centenario en 1883 para glorificar y justificar a Antonio Guzmán Blanco y al Liberalismo Amarillo hemos visto este uso, y abuso, repetirse reiterativamente. De esta manera el discurso bolivariano sale, cada vez más, del discurso histórico, y se transmuta en un discurso religioso al servicio del poder laico, la religión del Estado, la religión del poder.
Los dictadores venezolanos han apelado a la “Historia Patria” como justificación de su propio poder. Juan Vicente Gómez utilizó la figura de Bolívar para justificar su imposición de “Unión, paz y trabajo”; Marcos Pérez Jiménez convirtió el uso de la “Historia Patria” bolivariana en discurso legitimador de su militarismo y de su “Nuevo Ideal Nacional”, hasta convertirla en discurso arquitectónico en su retórica urbana: los complejos de monumentos de Los Ilustres, viene seguido por Los Próceres y termina en el Círculo Militar y en el Fuerte Tiuna, todo un discurso histórico de poder convertido en arquitectura monumental. No podemos olvidar la aparición de las “Cívicas Bolivarianas”, patrocinadas por Eleazar López Contreras, en la década de los treinta del siglo XX, para responder a las corrientes ideológicas externas con una reivindicación política nacionalista.
Hay aspectos que tornan evidente la aparición de una religión de Estado construida sobre un discurso pretendidamente histórico, la aparición del Panteón Nacional, un templo religioso católico convertido en un templo de la religión de Estado es uno de los más relevantes. Por eso es que la discusión en torno a quien ha de entrar al Panteón es bizarra en sí misma, ¿religión o historia?, ¿mito o conciencia histórica?
Antonio Guzmán Blanco, Juan Vicente Gómez, Eleazar López Contreras, Marcos Pérez Jiménez, pretendieron construirse una justificación historiográfica a la medida de sus regímenes. Cada régimen pretendió construirse sus propias “fechas patrias”, pronto olvidadas, la Revolución del 27 de abril de 1870 fue ensalzada por Guzmán, el 2 de diciembre era fecha de grandes festejos durante el régimen militar de la década de los 50, que tenía asimismo su “Semana de la Patria”. La historia la escribía el poder.
¿Cómo y quienes han luchado contra el discurso histórico del poder? Nuevamente vamos a reflexionar sobre la democracia y la construcción de una sociedad abierta. La Escuela de Historia surge en 1958, el mismo año en que surge el régimen democrático venezolano. La posibilidad real de construir una revisión crítica de nuestra historia está ligada a la existencia de un régimen de libertades y de una sociedad abierta.
¿Quiere decir que luego de 1958 no utilizó el poder la historia como justificación? Nada que ver, sigue existiendo un discurso histórico del poder luego de 1958, sólo que tiene una competencia cada vez mayor, la instauración de un régimen de libertades, en medio de inmensas dificultades, conlleva la aparición y difusión de una diversidad de discursos historiográficos. Pluralidad de voces críticas responden al discurso del poder. La manera en que el discurso religioso bolivariano pierde espacio en la historiografía venezolana, y se abren camino reflexiones críticas sobre la relación entre el discurso histórico y el poder, contribuye a un importante cambio en el oficio del historiador en Venezuela, el avance de la historia como ciencia, y la reflexión historiográfica, son signos de madurez y de avance en una sociedad democrática.
Eso nos lleva al presente, el poder actual apela permanentemente a la historia como religión, como mito aglutinador y legitimador, como la justificación del presente en el pasado. El carácter militarista de la nueva elite dirigente lleva, recurrentemente, a glorificar las acciones de los militares en el pasado venezolano, mostrando, de manera paralela, un desprecio profundo por los regímenes civiles, por el civilismo, y por la Modernidad en general. La glorificación del Golpe de Estado del 4 de febrero de 1992 es parte evidente de éste discurso de poder, la conversión del discurso histórico en una retórica moralista religiosa, el resurgir de la religión de Estado, impregnada de militarismo, de caudillismo, de glorificación de la épica militar decimonónica, sea la guerra de Independencia o la Guerra Federal, la vinculación construida entre el 4F y las guerrillas de los años 60, como hechos militares y políticos al mismo tiempo, es una política sostenida para construir una imagen del pasado que justifique el presente, y legitime el “futuro a construir”.
No tengo nada que celebrar el 4 de febrero. Me atrevo a señalar que esa fecha vivirá en la infamia de nuestra historia, la reacción conservadora tiene en esa fecha su discurso militarista justificador. El 4 de febrero de 1992 una intentona militar intentó derrocar a un gobierno electo democráticamente, violentando más de tres décadas de modernización democrática, con sus luces y sombras, y llevando a la sociedad venezolana a retrotraerse a un militarismo decimonónico que usa el “discurso bolivariano” como una religión para negarse a penetrar en las complejidades y dificultades de la Modernidad.
Vivimos una reacción profundamente conservadora, militarista, que utiliza a la historia para justificarse, estamos inmersos en la construcción de una nueva versión de la historia oficial, estableciendo continuidades históricas donde no las hay. ¿Qué valores pretende ensalzar ésta glorificación del 4 de febrero como “fecha patria”? La superioridad de los valores militares por encima de la convivencia civil, el rechazo de la modernidad republicana y democrática en pos de la reivindicación de la violencia y de la fuerza como método de acceso y de lucha por el poder político.
Son malos tiempos para los historiadores, la labor crítica del historiador sólo puede sostenerse dignamente en pleno ejercicio de las libertades fundamentales, individuales, de la autonomía intelectual, en el libre debate de las ideas. No creo en las “fechas patrias”, legitimadoras del poder.
Al empezar las clases siempre trato de mostrar a mis alumnos la importancia que tiene la conciencia histórica en nuestra vida cotidiana, ya que la manera en que nos contamos nuestra historia marcará profundamente las acciones que estaremos dispuestos a asumir en el futuro. Generalmente uso como ejemplo la presentación personal que hacemos a quien queremos conocer, preguntamos sobre su vida, sus querencias, su pasado, su historia. En ese contraste de historias personales empiezan a desarrollarse las relaciones. Esta referencia personalísima nos lleva a la reflexión sobre la conciencia histórica de las sociedades, y a la relación que existe entre la historiografía y el poder.
Sólo para reflexionar a partir de la historia moderna, desde la creación de las Estados Nacionales, la Historia ha funcionado como parte central del discurso del poder, una justificación base del poder mismo, una legitimación. La invención de tradiciones “nacionales”, la invención misma de la nación, como un todo homogéneo, sobre una realidad siempre diversa, ha echado mano de la historiografía como cemento aglutinador. Una nación definida como una comunidad histórica, de pasado–presente–futuro, apela a la historia, a la tradición, inventada, recreada, como discurso de legitimación del poder. De esta manera aparece la “historia oficial”, la historiografía nacional y nacionalista. El discurso del pasado al servicio de los nacionalismos. En este sentido, la historia aparece escrita no sólo por los vencedores, sino para justificar y darle sentido a “la victoria”. Esa historia funciona como un cemento aglutinador de lo diverso, como justificador y legitimador del poder, es el discurso del poder.
En el caso venezolano no es la primera vez que vemos el discurso histórico como discurso del poder. Desde el nacimiento de la historiografía nacionalista, pero sobretodo con el nacimiento del discurso bolivariano, acentuado como discurso de poder en las celebraciones del Centenario en 1883 para glorificar y justificar a Antonio Guzmán Blanco y al Liberalismo Amarillo hemos visto este uso, y abuso, repetirse reiterativamente. De esta manera el discurso bolivariano sale, cada vez más, del discurso histórico, y se transmuta en un discurso religioso al servicio del poder laico, la religión del Estado, la religión del poder.
Los dictadores venezolanos han apelado a la “Historia Patria” como justificación de su propio poder. Juan Vicente Gómez utilizó la figura de Bolívar para justificar su imposición de “Unión, paz y trabajo”; Marcos Pérez Jiménez convirtió el uso de la “Historia Patria” bolivariana en discurso legitimador de su militarismo y de su “Nuevo Ideal Nacional”, hasta convertirla en discurso arquitectónico en su retórica urbana: los complejos de monumentos de Los Ilustres, viene seguido por Los Próceres y termina en el Círculo Militar y en el Fuerte Tiuna, todo un discurso histórico de poder convertido en arquitectura monumental. No podemos olvidar la aparición de las “Cívicas Bolivarianas”, patrocinadas por Eleazar López Contreras, en la década de los treinta del siglo XX, para responder a las corrientes ideológicas externas con una reivindicación política nacionalista.
Hay aspectos que tornan evidente la aparición de una religión de Estado construida sobre un discurso pretendidamente histórico, la aparición del Panteón Nacional, un templo religioso católico convertido en un templo de la religión de Estado es uno de los más relevantes. Por eso es que la discusión en torno a quien ha de entrar al Panteón es bizarra en sí misma, ¿religión o historia?, ¿mito o conciencia histórica?
Antonio Guzmán Blanco, Juan Vicente Gómez, Eleazar López Contreras, Marcos Pérez Jiménez, pretendieron construirse una justificación historiográfica a la medida de sus regímenes. Cada régimen pretendió construirse sus propias “fechas patrias”, pronto olvidadas, la Revolución del 27 de abril de 1870 fue ensalzada por Guzmán, el 2 de diciembre era fecha de grandes festejos durante el régimen militar de la década de los 50, que tenía asimismo su “Semana de la Patria”. La historia la escribía el poder.
¿Cómo y quienes han luchado contra el discurso histórico del poder? Nuevamente vamos a reflexionar sobre la democracia y la construcción de una sociedad abierta. La Escuela de Historia surge en 1958, el mismo año en que surge el régimen democrático venezolano. La posibilidad real de construir una revisión crítica de nuestra historia está ligada a la existencia de un régimen de libertades y de una sociedad abierta.
¿Quiere decir que luego de 1958 no utilizó el poder la historia como justificación? Nada que ver, sigue existiendo un discurso histórico del poder luego de 1958, sólo que tiene una competencia cada vez mayor, la instauración de un régimen de libertades, en medio de inmensas dificultades, conlleva la aparición y difusión de una diversidad de discursos historiográficos. Pluralidad de voces críticas responden al discurso del poder. La manera en que el discurso religioso bolivariano pierde espacio en la historiografía venezolana, y se abren camino reflexiones críticas sobre la relación entre el discurso histórico y el poder, contribuye a un importante cambio en el oficio del historiador en Venezuela, el avance de la historia como ciencia, y la reflexión historiográfica, son signos de madurez y de avance en una sociedad democrática.
Eso nos lleva al presente, el poder actual apela permanentemente a la historia como religión, como mito aglutinador y legitimador, como la justificación del presente en el pasado. El carácter militarista de la nueva elite dirigente lleva, recurrentemente, a glorificar las acciones de los militares en el pasado venezolano, mostrando, de manera paralela, un desprecio profundo por los regímenes civiles, por el civilismo, y por la Modernidad en general. La glorificación del Golpe de Estado del 4 de febrero de 1992 es parte evidente de éste discurso de poder, la conversión del discurso histórico en una retórica moralista religiosa, el resurgir de la religión de Estado, impregnada de militarismo, de caudillismo, de glorificación de la épica militar decimonónica, sea la guerra de Independencia o la Guerra Federal, la vinculación construida entre el 4F y las guerrillas de los años 60, como hechos militares y políticos al mismo tiempo, es una política sostenida para construir una imagen del pasado que justifique el presente, y legitime el “futuro a construir”.
No tengo nada que celebrar el 4 de febrero. Me atrevo a señalar que esa fecha vivirá en la infamia de nuestra historia, la reacción conservadora tiene en esa fecha su discurso militarista justificador. El 4 de febrero de 1992 una intentona militar intentó derrocar a un gobierno electo democráticamente, violentando más de tres décadas de modernización democrática, con sus luces y sombras, y llevando a la sociedad venezolana a retrotraerse a un militarismo decimonónico que usa el “discurso bolivariano” como una religión para negarse a penetrar en las complejidades y dificultades de la Modernidad.
Vivimos una reacción profundamente conservadora, militarista, que utiliza a la historia para justificarse, estamos inmersos en la construcción de una nueva versión de la historia oficial, estableciendo continuidades históricas donde no las hay. ¿Qué valores pretende ensalzar ésta glorificación del 4 de febrero como “fecha patria”? La superioridad de los valores militares por encima de la convivencia civil, el rechazo de la modernidad republicana y democrática en pos de la reivindicación de la violencia y de la fuerza como método de acceso y de lucha por el poder político.
Son malos tiempos para los historiadores, la labor crítica del historiador sólo puede sostenerse dignamente en pleno ejercicio de las libertades fundamentales, individuales, de la autonomía intelectual, en el libre debate de las ideas. No creo en las “fechas patrias”, legitimadoras del poder.
Nuestra lucha por la defensa, expansión y profundización las libertades, la construcción de la sociedad abierta, es una lucha por la autonomía intelectual y personal. Sólo en una sociedad que se asume plural es posible la diversidad del discurso histórico, solo en una sociedad abierta es posible el ejercicio digno del oficio del historiador. La defensa del oficio del historiador, como ciencia, como conciencia crítica, como reflexión e investigación sobre nuestra construcción histórica como sociedad, está profundamente imbricada con nuestra lucha ciudadana por la democracia, por la libertad, por la autonomía.
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