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Ocumare, el Estado y la revolución

Una policía contra las cuerdas
Uno de los fenómenos falsamente paradójicos que estamos viviendo en Venezuela es la convivencia entre dos procesos que parecen ser contradictorios. Un mayor control social gubernamental sobre la actividad privada convive con la expansión de la violencia, de la delincuencia anómica cotidiana, que expresa el retroceso del Estado en aquello que le compete fundamentalmente, mantener un orden público.

Ocumare, territorio ocupado

Esta semana, en Ocumare del Tuy, ciudad de 145 mil habitantes, capital del municipio Lander del estado Miranda, a pocas horas de Caracas, el asesinato de tres delincuentes por parte del CICPC derivó en la toma completa de la población por parte de grupos que decían reivindicar “unos acuerdos de paz” con el Estado.

Uno de los fallecidos, acusado de ser líder de la banda delictiva “Los Orejones”, fungía además como supuesto “promotor comunitario” y era miembro del “Movimiento por la Paz y la Vida” impulsado por el mismo gobierno nacional. Durante cinco largas horas la población de Ocumare se vio sujeta a un bloqueo realizado por motorizados a los que ninguna autoridad pública pudo detener.

“Los Orejones” decidieron atacar las sedes de la policía y tomar las calles, los policías aterrorizados pedían ayuda. Al siguiente día, integrantes de esta banda arrasaron con armas largas y granadas la sede policial del sector Aragüita de esa población. El viernes, finalmente, la ciudad fue militarizada.

El poder sobre dos ruedas

Como parte de la respuesta tardía del Estado para contener la expansión de la violencia, las autoridades han intentado restringir, en diversos espacios, el desplazamiento de motorizados después de ciertas horas de la noche. En protesta contra estas medidas algunos “colectivos motorizados” anunciaron para el viernes 31 de enero una masiva movilización en Caracas. Lo interesante es lo que pasó ese día, calles solas, muchas actividades cerradas, aulas vacías en las universidades, dando un mensaje sordo: el miedo al despliegue de los motorizados.

No es la primera vez que una situación similar ocurre. Cuando hace unos años el gobierno intentó sacar a los motorizados de las autopistas una masiva movilización de los mismos derivó en enfrentamientos violentos y en la resignación del Estado frente al poder fáctico en dos ruedas.

Los colectivos y “su” seguridad

Lo que estamos relatando son solamente episodios recientes de un fenómeno de licuefacción del poder del Estado que se ha desarrollado desde hace quince años. En la parroquia 23 de enero de Caracas, a “tiro de piedra” del Palacio presidencial de Miraflores, la seguridad ha sido privatizada. Bajo la mirada cómplice del gobierno, en manos de grupos privados autodenominados “colectivos” se construye un orden paralelo al del Estado.

Bajo la mampara de ser supuestas asociaciones culturales de autoayuda popular, como pretenden mostrarse a la opinión pública, manejan su propio cuerpo parapolicial, armados con un poder de fuego que les permite controlar la violencia en bloques, calles, canchas deportivas, dejan fuera de juego a las autoridades públicas.

Los pranes y la empresa carcelaria

Los pranes gobiernan desde las cárceles
Las cárceles venezolanas también han venido siendo privatizadas, pasando su control a los infames pranes. En estos recintos manda la delincuencia y cada espacio tiene su precio porque representa un privilegio otorgado por el pran dominante, generalmente un delincuente joven que construye a su alrededor una inmensa red de fidelidades, clientelas, negocios que vinculan el recinto carcelario con el mundo de la delincuencia que se desarrolla fuera de sus puertas.

Las escasas veces en que el Estado ha pretendido poner control sobre las cárceles se desatan literales batallas campales, porque los pranes cuentan con su propio arsenal de guerra. El gobierno ha terminado negociando con los delincuentes el control sobre las cárceles.

El Estado ausente lejos de Caracas

Oscuras autopistas y carreteras de todo el país no solo se encuentran repletas de huecos de diversas dimensiones, sino que están bajo el asedio de grupos delincuenciales que aprovechan cualquier oportunidad para atacar a quien ose detenerse en el camino. El trágico caso de Mónica Spear fue el último hecho relevante, pero es uno más en una larga lista.

En la frontera con Colombia las guerrillas hacen retroceder a la autoridad gubernamental. En la profundidad de las llanuras apureñas la presencia del Estado no solo es débil, sino temerosa del poder de diversos grupos irregulares, tolerados, aceptados con resignación, frente a los que se negocian espacios y horarios.

La desaparición de lo público

Todo esto es parte de un mismo proceso. El debilitamiento del poder institucional del Estado es el correlato dramático de la instauración de la arbitrariedad del funcionario, la vocación totalitaria de la nueva elite que maneja el gobierno ha dado pie a una práctica autoritaria desinstitucionalizadora.

La desaparición de lo público, como espacio común de encuentro, es decir la desaparición de la República, ha dado paso a la instauración de un poder faccioso. Poder que se ha propuesto destruir cualquier atisbo de autonomía privada productiva, mientras alimenta el poder de otros grupos privados, aliados informales de la facción gubernamental en la generación de un clima hostil para el ejercicio de la ciudadanía.

Este gobierno proclamado socialista ha privatizado la seguridad de sectores populares en plena capital, ha privatizado el control de las cárceles entregándola a delincuentes organizados encabezados por pranes, ha entregado el ejercicio de la soberanía del Estado en terrenos que le son inherentes.

Este retroceso del Estado como institución pública común, tiene en la impunidad del delito su expresión más grave, porque atraviesa todo el resto de los problemas que hemos relatado. La administración de justicia es la función más importante de un Estado, y la crisis del sistema judicial también puede ser entendida como un proceso faccioso de privatización de lo público.

La gratuidad de los procesos judiciales es burlada cotidianamente, y el acceso a la justicia está limitado tanto por los altos costos que representa para el ciudadano como por la interferencia política sobre su administración. Un poder judicial, unos tribunales, una Fiscalía, al servicio de un proyecto político faccioso, dedicados a la persecución de los disidentes políticos, no es un instrumento al servicio de los ciudadanos.

Rehacer la República, construir instituciones inclusivas

Los valles del Tuy, tierra de gente industriosa
En resumen, el presente régimen ha construido artefactos de poder extractivos, al servicio de la acumulación de poder y de recursos hacia su facción gubernamental, formada por una coalición cívico-militar, que ha privatizado el espacio público mientras inhibe tanto la actividad productiva privada como la acción colectiva autónoma.


Cualquier diálogo social, cualquier iniciativa política, tiene que poner en el centro del debate el desmontaje de toda esta estructura de poder, reivindicando tanto lo público común como la autonomía ciudadana, es decir el desarrollo de las capacidades de todos y cada uno de los ciudadanos.

(Artículo originalmente publicado en Guayoyo en Letras el 9 de febrero de 2014)

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